Paul Laffont era un francés solitario. Muy solitario. Y dueño de extensos territorios en una apacible campiña de San Antonio de Padua, a pocos kilómetros de Gualaceo, turístico cantón azuayo. Le gustaba la agricultura tecnificada; criaba cobayos. Vestía mamelucos y le encantaba el vino. Nos conocimos por casualidad y en más de una ocasión comimos juntos en su hacienda.
Pero Laffont estaba marcado por “la tremenda”. Por “la definitiva”. Una mañana lo hallaron muerto en su cuarto, en medio de libros y vino. Cargaba una hepatitis a cuestas y murió más solitario de lo que llegó a Ecuador.
No fue sino hasta unos seis meses después que uno de sus extrabajadores, el que vivía en la casa de guardianía, llegó hasta la oficina de EL UNIVERSO en Cuenca. Conocía de mi amistad con Laffont y sabía que estaba empapado de todo lo ocurrido.
El pequeño empleado, de prominente barriga, cabello hirsuto, sonrisa incompleta, mirada desconfiada, desplegó sobre mi escritorio una especie de mapa de la hacienda, dividida en lotes, calles internas, espacios verdes… Y traía un mensaje: “Dice el doctor –un entonces asesor jurídico de la Policía– que escoja un lote para usted; que le recomienda uno junto al río, que son los mejores, que no le va a costar nada”.
Aquello de “no le va a costar nada” era solo un decir. Intentaban comprar mi silencio; tenían en mente una demanda por derecho posesorio; Paúl no tenía familiares ni en la mismísima Ciudad Luz. Esa misma semana se publicó la historia en EL UNIVERSO y pocas semanas después, el Estado intervino.
Casi veinte años después, en octubre del año anterior, regresé por aquel pueblo y me topé con una obra pública que ocupaba casi todo el predio de la hacienda de Laffont. Una obra descomunal, con mucho dinero invertido; llena de colores, pasillos, ventanales –enormes ventanales– y muchos espacios verdes. Se trataba de la Unidad Educativa del Milenio.
San Antonio de Padua, Ushar, San Juan… son anejos muy olvidados no solo en temas educativos: vialidad desastrosa, sin servicios de transporte, escuelas rurales que provocaban lástima. Índices altos de mortalidad infantil, desintegración familiar, escasas oportunidades de inserción laboral.
Pero aquella escuela del milenio resulta una esperanza, porque por la educación y la salud se pueden construir muchos caminos para esos niños que veían en la migración la única oportunidad de llegar a ser. Y a tener.
La de San Juan fue una de las primeras unidades educativas de su tipo en el Azuay, y esta semana se entregó otra, en la parroquia Victoria del Portete. Tan solo esta Unidad Educativa del Milenio reemplazará a trece de las escuelas del modelo anterior.
En total serán nueve, 6 de ellas en Cuenca. 200 en todo el país; debían ser 300, pero la crisis pasa factura a todos los sectores. Evidentemente, esta política estatal apunta a mejorar la calidad educativa en el país, y a largo plazo. Una apuesta que no ha escapado de críticas, pero claro, para quien siempre ha tenido oportunidades no es un tema que sorprenda.
Para quien jamás vio un establecimiento decente, un laboratorio completo o una biblioteca equipada, esa es una bendición. Y gratuita. (O)